El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder donde permanece oculto el rostro de Dios. Es necesario, al ir hacia hacia el encuentro de los hombres, no aparecer como una nueva especie de competidores; evangelizar a un hombre es decirle que Dios le quiere, pero no solo decírselo sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo sino portarse con él de manera que experimente y descubra en sí mismo este hombre salvado.